viernes, 9 de junio de 2017

El viaje (novela completa)

El Viaje

  Daniel Albarrán



Autor: Daniel Albarrán
Título original: El Viaje (filosofía de la ambigüedad)


Escrita en Roma, en el año 1991.

Depósito legal: lf 0812007800227
I.S.B.N 980-12-2376-6


PRIMERA PARTE


- I -


            -- Buenos días. Ya son las seis de la mañana -- se oyó a través del auricular del teléfono que colgaba junto a la puerta de la habitación del hotel de uno de tantos que quedaba a pocos kilómetros del Aeropuerto  de donde salía.
            -- Sí... gracias... -- contestó desperezándose Juan José al contestar el timbre del aparato que estaba prácticamente sobre su cabeza. La cama estaba inmediatamente después de la puerta de la habitación. El responsable de la recepción de turno lo había telefonea­do a las seis de la mañana, como había solicitado Juan José al llegar la noche anterior.
            Le era emocionante el escribirles a sus amigos y el recibir respuesta cada quince días, desde el mes de febrero, hasta principios de julio, que era el mes en que solía viajar. El hecho de sentarse a escribir le daba una sensación de grandeza y de importancia. Se sentía como si estuviera decidiendo sobre una ejecución determinada de la vida, y sobre los actores de esa misma acción. El escribir a sus amigos en primera persona, y describir, con detalles lo que iría a hacer en julio, le hacía experimentar un sentimiento de dominio del mundo y de su propia persona. Le reconfortaba el imaginarse que todo saldría como lo programara entonces. Se sentía como uno de esos actores del cine americano que mira el reloj y se hace su propia agenda y todo sale como lo había pensado, sin más el mínimo detalle de equivocación. Sabía, sin embargo, que el cine es caprichoso y hace ver como real lo que no pasa de ser más que un simple deseo del hombre, pero, igual­mente le satisfacía el pensarse como uno de esos actores y se sentía hacer su propia película. En parte porque él mismo se embelesaba con los personajes del arte de Hollywood y en cierta manera soñaba realizar la perfección que veía en muchas de esas cintas, y, en parte, porque le gustaba imaginarse el director y el actor de su propia película de la vida.
            Después de escribir sus cartas a sus amigos, según las respuestas y las tardanzas respectivas del correo venezolano. Le satisfacía así imaginarse el mundo que sus amigos se inventarían al pensar en esta su ciudad, desde sus propias vivencias de la vida, igualmente, con sus propias caracterís­ticas. Y en este aspecto sentía asco por el mundo que posiblemente podrían construirse sus amigos en su imaginación. Y entraba en su propio juego: por un lado le fascinaba imaginar­se lo que sus amigos podrían pensar, y le gustaba; más aún, el hecho de que pensaran, pues lo veía como una especie de producción propia de la mente capaz de inventar un mundo de la nada, en cuestión de segundos; y ésto lo veía como positivo. Pero, por otra parte, sentía repugnancia por ese mismo mundo que pudieran construirse en la imaginación, pues estaba completamen­te seguro, que era pobre, y en cierta manera negativo, fabricado lógicamente por sus prejuicios y noticias enlatadas de los medios de comunicación. Así, entraba en la ambigüedad de su juego: le gustaba y lo odiaba al mismo tiempo.
            Igualmente le placía el pensar las cosas que le pudieran contar sus amigos en las cartas de regreso. Se imaginaba asimis­mo un mundo de cosas que pudieran contarle como que «lo extraña­ban» y que «les hacía falta» y que «se alegraban de que volvie­ra» a estar con ellos. Pero odiaba inmediatamente el pensar en esas sutilezas formales de relaciones convencionales, pues sabía, que en el fondo, todos somos fastidiosos para los demás; como los demás lo son, cuando se entremeten en la privaci­dad de la vida de cada uno, quitándole su propia libertad interior y presionándolo a hablar de trivialidades y de los mismos temas todos los días: del calor, de lo caro de la vida, de las noticias de la televi­sión y de la prensa, de los abusos en cualquier rincón del mundo, a pocos pasos, como a millas, del último film de las salas de cine; siempre de lo mismo. Aunque no se negaba que le era emocionante ver a personas a quienes había conocido en algún sitio de cualquier lugar de los muchos del mundo y con quienes se había establecido un tipo de relación, por muy frívolo que hubiera sido el trato. Descubría igualmente que una cara conoci­da le desperta­ba una sensación repentina, aunque ligera, de alegría ya que le hacía sentir que por lo menos conocía caras. Y se alegraba por las caras conocidas y no tanto por las perso­nas. Sentía que las caras mostraban muchas bondades externas: proporción de las cejas, unos ojos brillantes de luz de esperan­za, unos cabellos, largos o cortos, teñidos o natura­les, una nariz, unas mejillas y una proporción general de cada rostro que le hacía experimentar que los rostros eran bellos, independien­te­mente de la gracias individuales. Mientras que por las perso­nas, como tal, sentía una especie de temor y de respeto reveren­cial que a veces rayaba con una especie de hermetismo. Así hubiese preferido en toda su vida mirar rostros y contemplar sus rasgos en vez de tratar con personas ya que cuando se establecía una relación interpersonal con alguien, muchas veces, se arre­pentía de conocer a las personas. Descubría odios, venganzas, resenti­mientos, frustracio­nes y por más que hiciera para no sentirse afectado de esos sentimientos no podía evitar el experimentar en cierta medida esos mismos temores, odios, venganzas y resenti­mientos de las personas con quienes trataba. Mientras que en las caras no descubría más que belleza, dulzura y serenidad. Los rostros le hacían experimentar que la vida es bella y que las personas más. La lozanía de la piel, las sonri­sas, los brillos de los ojos le hacían descubrir que no hay seres malos, ni con historias malas o desventajosas. Que todos son iguales, que todos tienen los mismos ojos, con sus varieda­des, pero iguales; todos tienen labios y sonrisas, todos tienen mejillas, todos tienen frentes para reflejar misterios. Todos son iguales. Mientras que cuando conversaba con las personas y se establecía una relación confidencial de tú a tú sentía que los rostros cambiaban su fisonomía externa y ya no les descubría lo que a simple vista experimentaba de positivo.
            Por eso era que una vez llegado a la ciudad donde siempre iba se arrepentía cada vez de haber ido. Precisamente porque la alegría que le embargaba el contemplar los rostros de sus amigos, a quienes extrañaba y quería, duraba muy poco tiempo por las historias de sus mundos que volcaban inmediatamente sobre él. Y no podía evitar el dejarse impregnar de esos mundos y de sufrir esos mismos mundos los cuales hacía como suyos. Y al mismo tiempo se enamoraba de esos mundos que quería evitar y volvía a entrar en la ambigüedad de su juego de sentimientos y de experiencias internas: amar y no amar lo que experimentaba. Y entonces, no sabía, sí le eran más importantes los rostros que reflejaban la belleza de la criatura, o las personas, que eran capaces de acumular experiencias y construir historias, buenas o menos buenas, según de quien las contara y de quien se contara, porque de ser de las primeras personas, serían cien por ciento positi­vas y sufridas, pero de terceras, precisamente todo lo contra­rio. Y, entonces, los rostros le dejaban de ser tan bellos, al descubrir que detrás de ellos, todos igualmente tenían sus bajezas y sus ruindades; mas les gustaba de la misma manera; asimismo con las personas. Y su ser se embriagaba, entonces, de la realidad del misterio de la ambigüedad: que es, pero que no es, al mismo tiempo; que parece ser, pero, que no es; que no parece ser, y que es. Ambigüedad que le gustaba porque le hacía a su vez descu­brir una especie de juego dialéctico interno: el sí y el no juntos, nunca el no absoluto y nunca el sí absoluto.
            De hecho, muchas veces, se arrepentía de haber dicho un no rotundo pues inmediatamente descubría el susurro del sí que le insinuaba que se había equivocado. Por otra parte, cuando el sí había sido su respuesta, en la mayoría de los casos, se sentía atado a la palabra dada y descubría que perdía mucha libertad interior porque se sentía condicionado. El problema que descu­bría era que la gente buscaba una línea definida: o sí o no. Y no la fusión de las dos opciones que darían cabida al «tal vez» o al «depende», los cuales veía como una solución sabía y prudente a la vida misma y a las relaciones interpersonales y sociales.
            El «tal vez» y el «depende» los consideraba no solo una expre­sión de conveniencia social sino una manera existencial de enfrentar la vida. Que algo sea malo, «depende»; que vale la pena vivir, «depende»; que sucederá tal cosa, «tal vez»...
            Igualmente se emocionaba cuando pensaba sobre todo lo que pudieran escribir sus amigos como novedad desde la ciudad donde siempre iba. Se alegraba más al saber que se imaginaba lo que pudieran decirle de lo que le dijeran realmente. Le era más importante imaginar porque se decía que significaba que su mente estaba produciendo y buscaba la manera para estimularla a crear ideas, por muy vagas que fueran porque de la misma manera eran ideas y era producción. Cuando más imaginaba y volvía a la realidad de sus realidades concretas, más profundo y vivido era el suspiro que brotaba de su pecho. Y se sentía realizado. Y una sonrisa se le dibujaba en el rostro como si aquello le produjera éxtasis. Porque por muy vagos que fueran sus pensamientos y sus suspiros eran parte de la vida. Y no se sentía avergonzado de soñar despierto, por el contrario, se congratulaba de sus arrebatos mentales.
            También sentía muchas emociones juntas cuando a cualquier hora en cualquier mañana de cualquier día de la semana veía llegar al señor del correo entrar a su casa. Se alegraba porque al pensar que los vecinos se dieran cuenta que le había llegado carta le hacía suponer que los vecinos pensaban que él era realmente importante. Y el suponer asimismo que ellos pudieran sentir un poco de envidia y de respeto simultáneamente le daba una cierta satisfacción de sentirse importante y envidiado. Simplemente reflejaba lo que él mismo hubiese sentido si al vecino suyo le hubiese llegado carta de cualquier amigo de cualquier parte del mundo sobre cualquier relación y que él mismo se hubiese percatado de la llegada del señor del correo. Hubiese sentido una terrible envidia de sentirse importante. Era consciente de lo que pudiese experimentar por eso se sentía orgulloso y se alegraba de que el vecino pudiese sentir y experimentar lo que él hubiese sufrido si hubiese sido la misma escena en el teatro del frente o del lado y que en vez de ser él el actor hubiese sido el auditorio. Le complacía así experimen­tar esas emociones. Aunque inmediatamente se recriminara su ruindad y su infantilismo porque se decía que no era lógico y natural lo que experimentaba. Y entonces, volvía al juego de su propia ambigüedad: por una parte se sentía realizado por la llegada del señor del correo a su casa y por todo lo que ésta suponía y, por otra, se sentía humillado por sus propios impul­sos internos que le reclama­ban falta de cordura y de madurez. E igualmente amaba y repudiaba, al mismo tiempo, la visita del señor del correo. Porque lo hacía sentir importante y envidiado y ruin a la vez.
            Las mismas sensaciones invadían su ser cuando como con desesperación casi rompía la carta al abrir el sobre para leer su contenido. No era tanto lo que pudiera decir en él sino para comprobar o verificar lo que no dijera y sufrir al mismo tiempo alegría por lo que leía y decepción y frustración por lo que se dejaba entreleer y no decía y que se daba por supuesto. Y sentía, entonces, mucha rabia por la incapacidad de la persona de expresar con claridad y sin misterios lo que piensa o lo que siente o lo que espera. Igualmente sentía alivio al leer cada carta de sus amigos como una frustración interna al no comprobar lo que quería leer, pero que ni él mismo sabía que era lo que quería leer. Mas en el fondo sentía gran admiración por sus amigos que le escribían porque entraban cada vez en el juego del «tal vez» y del «depende» de la vida. Pero los odiaba igualmente porque no se definían ni por el sí ni por el no. Y era el ciclo del juego del misterio de la ambigüedad: es y no es... parece y no parece... sobre la vida misma y su misterio. En cuanto a lo del viaje y precisiones materiales, sin embargo, todo se estaba definiendo por el sí. Pero no era ésto lo que a Juan José le importaba realmente. Se trataba de algo más profundo, de algo más interno, de algo más profundo de lo profundo mismo.
            Se estarán preguntando quién es Juan José. Como nos gusta estar ubicados diremos que Juan José es el personaje de la canción popular venezolana, que dice:
“Allá viene, allá viene, Juan José. Y viene de la gran capital. Echándosela de gran señor. Y camina como un no sé qué. Y con el cuello alzao. Dice que sabe mucho. Que viene rico y recomendao.
           ¡Ay, Juan José! Ya no sabes montar ni siquiera hacer caminar tu burro. ¡Ay, Juan José! Burro no se monta, ni con sombrero ni zapato. Ni con sortija de mucho brillo, ni con pañuelo muy amarillo, ni con bastón de puño de oro. ¡Ay, Juan José!

            Es ese el personaje. Desde él nos inspiramos para decir lo que nos proponemos. Y desde esa actitud, asumida por Juan José, nos vamos a valer para justificar todo lo que diremos.





- II -

           
            -- ¡Uuff!... -- fue la expresión de Juan José después de bajar las escaleras con dos maletas desde un sexto piso hasta la recep­ción del hotel que no tenía el ascensor en funcionamiento por esos días.
            -- Buenos días -- se dirigió inmediatamente al recepcionis­ta de turno y que era distinto de el de la noche anterior.
            -- Buenos días... ¿Quiere Ud. un taxi?... respondió mecáni­ca­mente el empleado.
            -- Sería bueno... ¿cuánto me costará? -- contestó Juan José mientras con un pañuelo blanco oloroso a colonia suave limpiaba su frente sudorosa por el esfuerzo recién hecho.
            -- Yo lo puedo llevar por ... continuó el hotelero quien veía que su día no comenzaría tan mal en caso de aceptar el cliente.
            -- ¡Está bien!   -- asintió Juan José.
            El hotelero, con ademanes de persona de buenos modales y de trato fino, se dirigió inmediatamente al equipaje de Juan José, para llevarlo a su carro que estaba aparcado en la puerta del frente del hotel, como si ya todo estuviera preparado. El carro era un LTD azul del 71 y a pesar de los años tenía una aparien­cia agradable. Se veía que su propietario lo cuidaba con esmero.
            En el trayecto hacia el aeropuerto los temas de conversa­ción fueron los de la rutina como para no espantarse el uno del otro con un silencio desconcertante y descortés: amaneció muy bonito el día hoy, no está muy lejos el aeropuerto, están muy caros los pasajes del transporte aéreo...
            -- ¿A qué parte del aeropuerto va Ud. ? -- interrumpió la conversación el conductor.
            -- A... por favor -- y dijo el nombre de una de las  líneas aéreas, mientras sentía Juan José una especie de cosquil­leo al imaginarse en las faenas de rutina del aeropuerto, como también el pensarse fuera de sus mismas cosas de todos los días. Y lograba así experimentar alegría y pena a la vez. Alegría, porque se iniciaba el viaje que tenía programado. Y pena, porque las mismas cosas de todos los días marcaban su existencia y se sentía dependiente de ellas. Así, sus cosas eran parte de su sentido de la vida: el levantarse todos los días a la misma hora, el encender el televisor para escuchar las noticias matutinas, el café, el ducharse, el salir a encender el carro para que se lubricara el aceite en el motor del mismo; el dirigirse a un cualquier trabajo en un cualquier lugar de los muchos de una cualquiera ciudad de las muchas que tenía Venezuela. El llegar a la hora puntual y el desempeñarse fielmente como con sus vagancias e igual descuidos intencionados o no. El salir a la misma hora, un día y todos los días de una semana y de otra, de un mes y de otro durante todo un año. El conversar con las mismas personas prácticamente de las mismas cosas de todos los días: Cómo estás... ¿bien?... me alegro... ¡qué bueno!... ¿y la familia?... saludos... hola... chao... nos vemos... como no... estaré pendiente... sí, me había olvidado­... con mucho gusto... El comer todos los días a la una de la tarde y la siesta de quince minutos para levantarse con pereza y con ganas de seguir en la cama aún sin dormir. El aburrirse todas las noches frente a la televisión por los programas y el quedarse igualmente casi dos horas frente a la pantalla viendo las telenovelas con las mismas tramas y lloriqueos de siempre. El echar pestes por la falta de calidad y de gustos de muchos programas y el estar pendiente de lo que va a suceder en el desarrollo de los mismos porque tenía fija su atención en ellos, que le aburrían y le entretenían, al mismo tiempo. Le aburrían porque era lo mismo con caras dife­rentes; y le entretenían, porque no tenía otra alternativa en la selección.
            El ver y escuchar el programa de jazz que daban todos los sábados en las noches y el mover rítmicamente el cuerpo al compás de la música. El lamentarse que dure tan poco tiempo y el agradecer que se acabe porque ya se estaba poniendo fastidioso.
            El saborear el gusto indecible de una buena lectura sin importar el estilo o la tendencia sino de un maestro de las letras. El disfrutar su trabajo y el agotarse en él. El sacar provecho de su actividad productiva de todos los días. En la novedad y en la repetición de la rutina de todos los días. En la sorpresa de la novedad de lo cotidiano. En fin, por todo lo que representaba y era para él su mundo de todos los días, que le subyugaban y lo esclavizaban.
            Por eso y muchas otras razones sentía pena y alegría mientras se aproximaba a las instalaciones del aero­puer­to de la ciudad de donde salía. Porque sus cosas de todos los días le creaban una cierta dependencia existencial y porque gracias a ellas su vida tenía algún sentido. Y dejarlas, aún por pocos días, era casi como dejar parte de su existencia, parte de su propia vida. Era como arrancarse algo de dentro que lo identifi­caba, que lo personifica­ba, que lo realizaba, que lo hacía ser lo que era: Juan José.





- III -


            El vuelo de ese martes estaba programado para las ocho y media de la mañana.
            La mañana estaba bastante fresca. Se podía sentir la brisa de la costa del litoral que soplaba en las inmediaciones exter­nas del aeropuerto de donde salía. Esto hacía que todos anduvieran abrigados para protegerse del aire matutino que por lo general es más frío que de costumbre.
            Dentro de las instalaciones del recinto del aeropuerto todo era movimiento y maletas por todas partes. En la parte externa, inmediatamente anterior a la aduana había una cola larga de personas que compraban los papeles y los respectivos sellos de los impuestos que había que llenar para después pasar por una máquina electrónica con las maletas para verificar cualquier porte de armas. Antes eran las despedidas, los besos, las recomendaciones y los últimos avisos a los familiares de quienes iban a despedirse. Juan José no tenía quien lo despidiera e igualmente no hacía ningún problema. Le era indiferente que fuera alguien conocido a despedir­lo. Por el contrario, pensaba que era mejor que si alguien viniera a despedirlo que dejara de perder el tiempo en detalles y conven­cionalismos y se quedara durmiendo que era de más utilidad, pues igualmente el viaje se realizaría fuera alguien o no a desearle buen viaje. Pensaba que era mejor que se le deseara desde el calorcito de unas cobijas en lo sabroso de una cama y no desde el frío de una mañana robándole al cuerpo un sueño y descanso merecido y necesario. Aunque no se negaba igualmente que era un detalle bonito el saberse despedido y el sentirse importante en una despedida.
            Después de haber cumplido todos los requisitos preliminares y obligatorios Juan José se hallaba ya en la cola de los pasaje­ros que se disponían a viajar. Caminaban lentamente empujando sus maletas y conversando y riendo de las ocurrencias oportunas del momento, o comentando los últimos aconte­cimientos familiares con satisfacción, mientras se aproxi­ma­ban a las instan­cias de la agencia de viajes donde terminaban de llenar todos los trámites de cualquier pasajero. Una vez realizadas todas estas legalidades, sin las que se está ilegal, Juan José se hallaba caminando ya en las instala­cio­nes internas del aeropuerto. En la parte externa de esa misma ubicación del edificio se hallaba un avión dando el frente a las gigantescas ventanas de vidrio del aeropuerto. Pareciera ser una ballena gigantesca que descansaba en las arenas de la playa, mientras algunos camiones se movían en la parte de acceso al aparato, llevando equipajes, y un sin fin de movimientos para acondicionarlo y garantizar la confortabilidad y la seguridad de un viaje de cuatro horas y media a algunas distancias considera­bles de la tierra firme y a algunos muchos kilómetros de despla­za­mien­to por minuto acortando las distancias habidas entre la casa y el destino de llegada.
            -- Pasajeros con destino a ... estarán embarcando por la puerta número uno -- se oyó al cabo de unos veinte minutos a través de los aparatos de comunicación del aeropuerto. El anuncio se repitió dos veces más. Muchas personas se levanta­ron de sus asientos y se dirigieron hacia la puerta número uno que quedaba en uno de los extremos de la sala de espera. La pequeña cola de personas iba aumentando pero no había nadie todavía en la recepción de la rampa movible que comunicaba con el avión. Juan José, por el contrario, siguió sentado observando un par de niños que jugaban cerca de él. De vez en cuando los niños se le dirigían para conversarle de manera que el mismo Juan José se había hecho partícipe de sus juegos. Estaba entre­tenido con las maravillosas inocencias de sus juegos infantiles y gozaba de sus ocurrencias. Los niños, por su parte, se sentían objeto de atención y sacaban partida de sus gracias hasta que le fueron tomando confianza a Juan José y jugaban directamente con él. Uno de ellos, más decidido, le estaba tirando del cabello y Juan José hacía muecas de dolor y de sufrimiento para hacerlos reír, cosa que lo hacían con explosi­vas carcajadas. Después ya eran los dos niños que le halaban del cabello para reír más a gusto y disfrute. Juan José no hacía ningún escrúpulo, mas por el contrario se sentía muy bien porque las mismas carcajadas de los niños le daban un aire de libertad y de realización perso­nal. A cada explosiva y ruidosa carcajada experi­mentaba una tranquili­za­dora serenidad. Sabía, sin embargo, que muchos lo estarían mirando y pensando al mismo tiempo que estaba haciendo el ridículo. Y sentía repentinamente el deseo de compor­tarse como gente grande y lo intentaba irguiéndose en su asiento. Mas los niños veían en ese movimiento una provocación más para sus risas pues consideraban que se trataba de un número más a los que hacía en el juego.
            Entonces Juan José en cierta manera experimentaba la doble fuerza del juego de la ambigüedad: le gustaba jugar con los niños porque le gustaba simplemente; no tenía ninguna explica­ción racional para justificarse; y, por otra parte, se recrimi­naba la falta de cordura de persona grande que debe andar seria e imponer respeto en su contorno. Y sentía asco por esas conve­nien­cias de gente grande. De hecho él mismo era un niño grande: muchas veces tenía detalles de niño, su misma falta de malicia y de mala intención eran características de niño. Su espontánea carcajada y su brillo de los ojos parecieran mostrar la inocen­cia de su simplicidad humana. El mismo se sabía y descubría así. Y le gustaba ser como era. Mas debía ser lo que aparentaba: grande. Y aquí sufría porque cuando jugaba en serio a ser grande siempre las cosas le salían mal. Cuando quería imponerse el respeto con sus compañe­ros de trabajo o sus amigos, sentía que hacía el ridículo, y sentía que se burlaban.
            Sus mismas relaciones le daban la razón. Sus verdaderos amigos, o quienes le decían serlo, lo estimaban por su simplicidad y sus ocurrencias, casi inocentes. Él mismo descubría que esa era su clave en sus relaciones. Mientras que nunca había tenido una relación firme cuando optaba por la posición de ser grande y digno de respeto.
            Esa doble fuerza la sentía en ese mismo momento Juan José al jugar con los dos niños. Consciente de su supuesto rechazo de quienes pudieran mirarlo siguió jugando. Y en cierta manera miraba algunas caras que le dedicaban atención. Y sentía ganas de decirles que se fueran al diablo pero que lo dejaran «ser» y no «parecer». Tal vez ninguno de los que lo miraban jugar pensarían absolutamente nada de lo que él imaginaba, pero él se lo imaginaba igual, y ese era su mundo al que amaba, por una parte, y rechazaba al mismo tiempo, en la cadena sin fin del juego de la ambigüedad.



- IV -


            El aire acondicionado dentro del avión estaba encendido y, apenas se entraba, no se podía evitar un estremecimiento de los hombros por la sensación del aire frío que se recibía.
            Los pasajeros iban entrando al avión y se iban acomodando, lentamente, en sus respectivos asientos según la designa­ción del número en el ticket. Los compartimentos para los equipajes de mano se abrían y se cerraban buscando un lugar disponible para sus pequeñas maletas que casi todos llevaban consigo, sobre todo las damas. Se percibía una melodía suave de fondo musical dentro del avión. Todo creaba un ambiente festivo. La búsqueda del asiento, el acomodarse en él, el abrocharse los cinturones, el mover el espaldar del asiento, el comprobar el compañero de viaje, el pedir una manta de la lana de color azul para cubrirse más tarde cuando hiciera más frío. El comprobar la limpieza y la elegancia del avión, el mirar la galanura y la elegancia de los tripulantes y sus atenciones de maravilla, el bajar y subir la mesita de metal del espaldar del asiento del frente donde se serviría el desayuno; el comprobar la pantalla de cine en la parte delantera del compartimiento; el verificar los enchufes de los auriculares de radio para escuchar música o seguir la película. En fin, el sentirse y percatarse de que se estaba a punto de comenzar un vuelo y el comprobar asimismo que se daban todas las condiciones para no pasarla demasiado aburrido. Aunque no se podía negar que el hecho mismo de hallarse volando era una especie de huida de la realidad de la tierra. No tanto el hecho como tal del volar, sino, de viajar y lo que él signifi­caba. Es decir, el espacio de tiempo y de interrupción entre las dos realidades: la que se acaba de dejar y la que se va a comenzar. Por eso es muy placentero el viajar. Tal vez porque es el paso inconsciente de ser y no ser al mismo tiempo. Es el paso, o el tiempo de un paso, entre lo que subyuga a la persona en su realidad de todos los días y lo que lo libera al mismo tiempo. No es el tanto el dónde llegar y el qué se va a hacer, es el hecho mismo del viaje. Inconsciente­men­te se viaja, no tanto por gestiones de negocios o por asuntos de familia; se viaja, porque en la acción del viajar, hay como una especie de tiempo muerto que está entre el punto de donde se salió y el punto a donde se llegará. Quizás, por eso, hay como más alegría y gozo interno por el partir de donde se está, que por el mismo llegar a donde se va. No se puede negar que cuando se llega a donde se va todos sufren una especie de decep­ción. No es tanto porque sea negativo a donde se va, sino porque es más excitante mientras se va. Y es innegable que todos prefieren ese «mientras» se va. Tal vez porque se trate de una huida, de un paso, de una transición.
            Pues de hecho entre el «de donde» se va y el «a donde» se va, no hay ninguna diferencia radical. Ambos son lugares de la misma tierra y en ambos hay personas, situaciones, ciudades, circunstan­cias, historias, conflictos, esperanzas. Es indiferen­te ir de un lugar a otro, de una ciudad a otra: fundamentalmente son las mismas. No se niega sus diferencias, sin embargo. Mas no es tanto el llegar a tal o cual lugar del mundo, desde otra tal o cual, sino el hecho mismo que supone la acción de viajar. Tal vez porque se trate de un querer escapar de nuestra propia realidad, no tanto histórica, sino más allá aún, existencial. Y el hecho mismo del viajar supone un interrumpir momentáneamente nuestras circunstan­cias existencia­les, nuestros planteamientos, nuestras concreteces reales de la existencia, nuestras conve­nien­cias. Mas importante que el compromiso por el que se viaja pareciera el de viajar como tal.
            Tal vez porque nos da conciencia de estar en movimiento y de dar una justificación a nuestras propias conciencias: estamos viajando, estamos haciendo algo. Por eso no prometemos nada en concreto. No realizamos nada de importancia porque las circuns­tancias no lo permiten. Estamos simplemente de paso. Simplemente estamos de viaje. Es decir, somos y no somos al mismo tiempo. Y ese paso sutil entre el ser y no ser, ese estadio intermedio nos place y en cierta manera nos realiza como seres que depende­mos y amamos la ambigüedad. Tal vez por eso el hecho de viajar nos produzca tantas sensaciones febriles de emoción, a pesar de los cansancios y fatigas que supone. Mas el suponer que seguimos siendo lo que somos, pero que a la vez no somos. En ese juego de la ambigüedad del misterio y del misterio de la ambigüedad, nos da la comprensión de la vida misma. El viajar es como un estar allí pero no estar al mismo tiempo. Es como comprender que vamos porque tenemos un sitio de partida y otro de llegada. Pero no son como tales, lo que realmente nos interesa, sino tal vez, el hecho mismo del «mientras» vamos. Quizás, porque el hecho del viaje supone el movimiento como patrón. Tal vez, sea un estímulo. Una ilusión. Un sueño.
            Juan José era plenamente conocedor de esos sentimientos. Era consciente que nada iba a realizar al sitio donde iba, pero igualmente iba. Nada dejaba de hacer o mucho haría en el sitio de donde partía, pero igualmente partía de él. Era el hecho mismo del viaje lo que le llenaba de experiencias indecibles: no sabía qué de bueno sentía, y qué de placentero experimentaba al saberse a muchos metros sobre la tierra y en movimiento sin que se diera cuenta de ello aunque sabía que se movía. Era el sentirse que seguía viviendo y existiendo sin que nadie le exigiera dar muestras de ello. Era la prueba misma de que era, pues ocupaba un puesto, un número en el avión y un espacio en la lista de los pasajeros y sus maletas, igualmente, ocupaban un número y una clasificación en el compartimiento del equipaje. No se preocupaba de que tenía que funcionar para sentirse útil. Ya lo era. La prueba era que era objeto de atenciones de los tripulantes del viaje en el servicio de las comidas, en el café y en otros muchos detalles. Era continuar existiendo sin que el existir como tal le exigiera a sí mismo razón de existir. Era sentirse ocupado sin que realmente lo estuviera, aunque realmen­te lo estuviera, porque viajaba. Por eso no podía prometer nada ni hacer nada. Estaba ocupado viajando y en su viajar se ocupaba. Era simplemente el eterno ciclo del juego de la ambigüe­dad.
            Tal vez por eso es que se ama ser turista pues se va y no se va a la vez. No tanto por el conocer, aunque no se niega que también es el móvil principal aparente, sino más bien por la experiencia intermedia entre el ir y el llegar, que se siente, que se experimen­ta, que se vive, pero que es difícil de explicar con palabras. Tal vez es la sensación concreta del ser y no ser al mismo tiempo, del estar pero no, del sentir sin compromisos. Tal vez sea el conocer lugares, o el turismo, el pretexto para experi­mentar ese gozo indecible entre el ser y el estar al mismo tiempo y entre el ser y el no estar en un lugar que es indife­ren­te pues lo importante es que sea uno de los muchos de los cualquiera que tiene el mundo. Lo importante es la sensación del movimiento, del ser en movimiento, que es y no, que está y que tampoco. Tal vez tenga razón Carlos Vallés, cuando cita a Lin-Yutang, al decir que “el buen viajero es el que no sabe a dónde va; el viajero perfecto no sabe de dónde viene”, pues “la virtud del camino no está en la meta, sino en el camino mismo”, y en donde “el caminar es válido en sí mismo, y cobra toda su belleza cuando se le libera de la ansiedad de llegar”. O lo que sería lo mismo a decir que el camino es la meta y el caminar es llegar, ya que al caminar nos movemos, mientras que al llegar descansamos, para volver al mismo autor en otra de sus obras.
            Quizás en ese sentido habría que definir la vida como un eterno misterio en eterno movimiento. De hecho cuando queremos clasificar que algo está muerto decimos que no se mueve. Quizás por eso el hombre ha querido siempre adaptarse a ese eterno misterio del movimiento al intentar moverse con más rapidez: cada día inventa nuevos motores para moverse más rápido y nuevas máquinas para ganar tiempo, como nuevos instrumentos para que el cuerpo humano se mantenga más en movimiento, en ciertas edades de la vida, en que el cuerpo prefiere estancarse.
            Y ese mismo movimiento se aplica igualmente al plano espiri­tual o intelectual. A más movimiento en la apertura de nuevos conceptos e ideas nuevas, mayor flexibilidad mental, para adaptarse a los avatares históricos de la vida. Igualmente, en las emociones diversas de las sensaciones mentales. Porque las cosas son y no son, parecen y no son, al mismo tiempo. Es decir, simplemente, entran en el eterno ciclo del misterio de la ambi­güedad o de la ambigüedad del misterio... precisamente porque la vida y todo lo que ella supone es un eterno misterio en movi­miento o un movimiento en el misterio... en la ambigüe­dad...
            Precisamente, porque el verdadero intelectual está en la eterna apertura. Nada sabe y de todo aprende y de cada cosa o detalle se admira en la simplicidad de cada cosa. No le interesa tanto los conceptos o repetirlos. No es su memoria lo que cuenta. Es su capacidad de saber descubrir la ambigüedad de cada momento o circunstancia o situación. Es no optar ni por un sí absoluto, como tampoco por un no definitivo, sino por el tal vez. Igualmen­te en el plano espiritual, pues, no hay diferencia entre un verdadero místico y un verdadero intelectual. Ambos buscan y no se detienen. Mas no es el buscar por buscar que sería de científicos sino de apertura existencial. Del vivir la maravi­llo­sa experiencia del sentir y no sentir a la vez, del intuir pero del no dejarse atrapar por lo intuido porque ya se dejaría de experienciar las bondades y los misterios mismos de la ambigüe­dad de las cosas, que dicen y manifiestan expresamente algo concreto, pero que dicen una otra cosa, implícitamente. No se trata, sin embargo, de un pesimismo existencial, pues sería equivalente a decir que nada tiene sentido. Todo lo contrario. Es la apertura al todo en donde hasta la nada aparente tiene sentido porque aun lo negativo es ya positivo, en esa maravillosa fuerza dialéctica de la ambigüedad.



- V -


            No hubo grandes novedades en el tiempo que duró el viaje. Lo mismo de la rutina de cada viaje: emocio­nes, comida, refrescos, película, levantarse varias veces a estirar las piernas, sintonizar todas los canales de la radio del asiento, hojear varias veces la revista de la agencia de viaje que colocan en cada asiento, mirar las azafatas que van y vienen de vez en cuando por el avión, estirar la cabeza para mirar por la ventanilla la misma colección de nubes que parecie­ran una alfombra de algodón debajo del avión; manipular varias veces el periódico releyendo las mismas noticias, llenar los papeles reglamentarios para la aduana del aeropuerto, dormir, etc...
            -- Número tres -- señalaba indistintamente la empleada del aeropuerto responsable de repartir los pasajeros que iban llegando como un hormiguero de las distintas partes. Cada pasajero con identificación en mano iba pasando por una ventani­lla de vidrio donde después de entregarla esperaba que el aduanero revisara la computadora y si no tenía ningún óbice para entrar recibir su pasaporte con el sello de ingreso y la visa provisional por un determinado tiempo. Las ventanillas, que serían unas veinticinco, estaban siempre llenas de gente.
            Se podía escuchar toda clase de idiomas en aquellas instalaciones. Desde el melodioso tono indiano hasta el innegable acento español de muchos hispanopar­lantes. Igualmente se podía observar toda una variedad de vestimentas: turbantes indianos, con sus túnicas típicas; los solideos negros de los judíos; cabezas rasuradas que mostraban toda la redondez del cráneo; colores y demás detalles que hacían pensar en una realiza­ción en el presente de la confusión habida en la Torre de Babel. Mas sin perder la riqueza de la variedad de culturas y comporta­mientos individuales con sus valores, por supuesto.
            La cola donde se hallaba Juan José avanzaba lentamente. Mientras tanto se conversaba informalmente.
            -- Le presento a la Dra. Elsa -- se dirigió a Juan José un señor de unos 36 años, delgado y muy bien parecido, con quien se había establecido una relación en el vuelo. Era historiador de profesión.
            -- Mucho gusto... Juan José... -- repuso atentamente el interpelado estirando con cordialidad su mano derecha a la dama que le presentaban, quien era natural de Grecia. No pasaba de los 34 años, de estatura mediana, más bien pequeña, y de una naturali­dad fascinante. Había sido invitada por uno de los Institutos de Investigación biológica a realizar una exposición sobre medicina en un congreso. Se había conocido con el historiador en la cola de espera hacia la aduana y ahora conocía a Juan José quien interesado en la relación comenzó a preguntarle detalles sobre Grecia, de la situación y otros muchos, suficien­tes para mantener una conversación.
            Los tres se iban acercando a la responsable de distribuir a los pasajeros.
            -- Adelante... doce... -- indicó la muchacha al historia­dor con la mano la ventanilla correspondiente. Mientras que la Dra. y Juan José quedaron esperando su turno de primeros en la cola. Conversan­do, según iban. 
            -- Pero, ¿tienes familia en esta ciudad?... -- preguntó Juan José.
            -- Claro... -- contestó la interlocutora. De hecho, tenía un tío y algunos primos que vivían allí y la estaban esperando en el aeropuerto esa misma tarde. Ella se quedaría unas dos semanas más después del congreso con sus parientes. Tenía cerca de doce años que no los veía y habían muchas cosas de familia que contarse.
            De todas esa minucias se enteró Juan José como también la Dra. de algunos otros detalles de él en ese momento de espera. Cuando ella estaba abriendo su bolso de mano para darle la dirección, tanto de donde se iba a hospedar durante esos días, como la de Grecia, fue interrumpida por la muchacha del aero­puer­to quien le señalaba la ventanilla donde debería ser atendi­da.
            -- Sí... Más tarde... sí... -- repuso ella toda embarazosa con su bolso a medio abrir y pronta a atender la orden recibida.
            -- Sí... Está bien... -- asintió Juan José quien a su vez estaba siendo indicado para la ventanilla número veintiuno. No tenían otra posibilidad para darse sus direcciones sino ya en el departamento de los equipajes si lograban encontrarse en medio de tanta gente. Cada cual fue atendido.
            Presuroso se dirigió detrás de un tropel de gente hacia las instalaciones internas del aeropuerto hasta la grúa giratoria de piso que paseaba las maletas de los muchos pasajeros de las varias líneas aéreas de turno en esa hora de arribo. Cada línea aérea tenía su identificación junto a las grúas giratorias. Juan José se dirigió a la de la línea en la que viajaba, y no tuvo que esperar mucho tiempo para recoger su equipaje, que no era más que una pequeña maleta deportiva de color gris.
            Ya todo bajo control comenzó a buscar con los ojos a la Dra., sin dar con ella. Esperó otro cinco minutos más, sin tener ningún resultado positivo. Abrigó, entonces, la esperanza de que estuviera en las afueras y se dirigió ya hacia la salida. Tampoco. Ella también estaba esperando diez metros hacia la derecha y buscaba con la vista... Pero no se encontraron...
            Seguidamente Juan José se dirigió hacia la casilla de informa­ción para poder ubicarse y poder dirigirse a la zona donde vivían sus amigos.



- VI -

           
            Era la primera vez que Juan José se movía por sus propios medios en esa ciudad donde siempre iba. Las otras veces habían venido sus amigos a buscarlo al aeropuerto. Pero ésta habían quedado, así lo había pedido él mismo, que llegaría sólo pues suponía tiempo cosa que es muy valioso para la infinidad de ocupacio­nes que salen diariamente y no quería robarles el derecho a él.
            Así, estaba esperando el autobús  que lleva desde el Aeropuerto de la ciudad hasta la estación del tren en un parada de las muchas de las vías del tren, después hacer las respectivas conexiones hasta llegar a la calle donde vivían sus amigos. Como era la primera vez que hacía esta ruta quería estar seguro de no equivocarse. Le preguntó, entonces, a un señor que estaba en la misma parada del autobús en espera del mismo.
            -- Disculpe... ¿aquí es donde se toman los autobuses para el metro? -- preguntó Juan José.
            -- Sí -- contestó el aludido quien llevaba una maleta lo que significaba que también estaba llegando. -- Disculpe, pero hacia qué parte se dirige --.
            -- A la zona tal de la ciudad... 
            -- ¡Qué bien! Yo también voy a esa parte ... pero, ¿por qué lado?...
            -- Por la Avenida tal...
            -- ¡Qué casualidad!... Yo también voy hacia esa avenida... ¿Si quieres podemos pagar un taxi entre los dos y así nos evitamos tanta espera?...
            -- Pero, ¿por cuánto nos saldría?...
            -- Más o menos quince monedas cada uno.

            Juan José desvió inmediatamente la conversación eludiendo el tema. No sabía si era conveniente embarcarse con él por desconocerlo, o si era una buena propuesta. Por otra parte, era la primera vez que se movía sin ayuda desde el Aeropuerto. Entró inmediatamente en dudas. Sin embargo, el señor parecía ser sincero y su apariencia de viajero le garantizaba que decía la verdad. Se imaginó entre los empujones, adormen­tán­dose al movimiento del vagón, parado, observando rostros distraí­dos sin mirar nada fijo, gente que entraba y salía en cada estación...
            -- ¿Te parece que está muy caro? -- insistía el otro viajero seguro de que sus palabras habían hecho mella en su interlocu­tor.     -- Realmente, no... -- y con esta respuesta Juan José daba muestras de que accedería a la propuesta.
            En ese preciso instante pasaba un taxi al que el indicado ya, hizo ademán de detenerlo. Pero lo hacía más por terminar de convencer a Juan José quien ante la decisión firme del viajero respondió que sí.
            Tomaron, pues, el respectivo taxi y se dirigieron de hecho a la zona de la ciudad, donde iban. Mas no a la zona donde iba Juan José sino a donde iba el señor, que era precisamen­te al otro extremo. Juan José iba a la calle 12  y el señor a la calle 24 pero no del la misma parte. Como Juan José oyó que el otro viajero le comunicó al taxista que se dirigiera a la calle 24 supuso por la vecindad de los números que se trataba prácticamen­te de la misma direc­ción de ambos. Y se confío plenamente. Después de un buen tiempo de viaje el taxi se detuvo en la calle 24. Juan José podía comprobarlo. Entonces cada uno de los taxitoservidos sacó quince monedas para pagar el servicio y se desmontaron.
            Una vez en la calle el desconocido indicó las cuadras y los cruces que tenía que hacer para llegar a donde Juan José iba. Se despidieron, se desearon toda clase de suertes y se separaron. Juan José hizo tal como le había indicado su ex-compañero pero no se halló en ninguna calle 12 sino en una calle cualquiera de las muchas de la zona, menos en la que buscaba. Sacó inmedia­ta­mente todas las cuentas de sus pasos andados y pensó que se había equivocado una cuadra. Caminó la cuadra que le faltaba, según sus cálculos, y nada que se encontraba en la dirección a la que iba, desde donde se ubicaría con facilidad para la dirección de sus amigos. Comprendió inmediatamente que estaba perdido y comenzó a preguntar a algunos transeúntes que se encontraba a su paso por la calle 12. Nadie sabía contestarle con precisión. De hecho en esa parte de la zona no existía una calle con esa numeración. -- ¿Pero, estoy en la zona? -- Sí, pero no existe tal calle -- Si, pero existen varios sectores de la misma zona, como el Sur, el Este, etc... -- Pero yo voy al Este --- Eso es en el otro extremo de esta parte -- tienes que tomar varios autobuses -- Y entonces comenzó a verificar en su mapa para poder comprobar que no había duda de que estaba muy lejos del sitio donde iba. Y se sintió burlado del señor quien lo había utilizado para llegar a su propia casa sin importarle en nada su suerte.
            Se reía de su ingenuidad y de su falta de malicia. Sin embargo, no se recriminaba nada en absoluto. Se decía que él había confiado cuando debería haber desconfiado, que debió ser precavido cuando no lo fue. Pero no le pesaba ya que aquello le suponía un generar fuerza negativa en sus pensamientos y en su persona y después se hubiese sentido peor si se recriminase el haber descon­fiado y el haber sido negativo. Que se sentía burlado, era cons­ciente, pero no se sentía por eso mismo menos persona. Al contra­rio, sentía una especie de compasión por el desconocido al que pensaba en ese momento recriminándose su falta y su abuso. No podía, sin embargo, el disimular su disgusto por las quince monedas perdidas, cuando en el autobus todo el trayec­to le hubiese salido por menos de una moneda. Y no le incomodaba tanto el sentirse burlado sino utilizado...
            Y desde este preciso momento esa falta de prudencia y de malicia va a ser precisamente su gran error, como veremos.





SEGUNDA PARTE





- I -

            Una vez ubicado en su perdida, que ya era una ubicación, pues saberse que estaba perdido ya era por lo menos saber algo, pudo orientarse fácilmente en la ciudad de la zona.
            Dos horas duró su trayecto desde el otro lado de la zona hasta la calle 12 del Este. Y otros quince minutos hasta llegar a la dirección de sus amigos quienes lo recibieron con gran alegría, apretones y abrazos como siempre cuando se recibe a una persona que se está esperando. Después las preguntas rituales: cómo estuvo el viaje; como está la familia, y fulano cómo está, y el otro vecino cómo sigue, todavía vive; cómo está la vida en esa ciudad de las muchas de los muchos países del mundo; como la ve, qué grandes están los muchachos, que no han cambia­do, que los años no pasan por ti, por ti tampoco; qué bonita está la casa; que la pintamos la semana pasada; que el calor del verano está muy fuerte... bla, bla... y más blas... pro­pias de cualquier conversación...
            Después de ubicados todos, anfitriones y huésped, y tras de compartir todos los detalles habidos durante ese año los días iban transcurriendo sin mayores apuros e iguales sucesos. Las mismas visitas a los mismos lugares, a los mismos parques, a las mismas familias, a los mismos restaurantes, noches de desvelo frente a la televisión y conversando de todo y de nada al mismo tiempo. Levantadas a las mismas horas, lecturas de las noticias todos los días después del desayuno, revisar los suplementos de las tiendas anunciando sus rebajas periódicas, los mismo lunches cada día y algún que otro velas en la cena para crear un ambien­te festivo y alegre con algún que otro vino para brindar sin tener motivo para hacerlo más que el estar reunidos. Los mismos calores, las mismas quejas de los cambios de los tiempos. Las mismas caminatas por las grandes tiendas los sábados por las tardes comparando los precios y sin comprar nada preciso pero igualmente divirtiéndose con la variedad de las exhibiciones en las vidrieras. Los mismos helados. Lo mismo de siempre con la novedad de cada día que hacía que lo mismo parecie­ra diferente, pues precisamente en eso consiste la diferencia.
            Juan José era conocedor de esa dualidad de las cosas. Tal vez por eso mismo no le producían grandes emociones aunque no se negaba igualmente que cada día le era una novedad.
            En ese rodaje de la historia de cada día viene a suceder algo que le va a complicar la existencia a Juan José. Sucedió que uno de sus amigos, no donde se estaba hospedando, había tenido una pérdida de una cantidad considerable de dinero por el tiempo en que Juan José había estado de visita el año anterior. A pesar de que él no había sido, ni se le hubiera ocurrido por muy urgido que hubiese estado, todas las sospechas recaían práctica­mente sobre él. No lo sabían ni el afectado ni sus amigos anfitriones, aunque habían tenido noticias del robo pero no de las sospechas sobre Juan José, sino sólo el grupo familiar que había sufrido la pérdida.
            Los «fulanos», que puede ser el nombre de la familia que alimenta­ba las desconfianzas, había programado una pequeña trampa para poderlo prender «con las manos en la masa». De manera insospe­cha­da se habían mostrado demasiado atentos con la visita de Juan José a quien invitaban y hacían objeto de un sin número de atenciones. Ni se imaginaban Juan José ni sus verdaderos amigos lo mortal de aquellos favores.
            A cada intento fallido mas suficiente para aumentar las dudas solían hacerle una nueva atención. Le fueron colocando, así, dinero en el armario de vidrio del baño de manera que pudiera tener acceso fácil a él. Después de cada visita de Juan José corrían inmedia­tamente a contar el dinero que habían dejado. Juan José, por su parte, ni se había percatado de aquel aparente descuido porque de hacerlo hubiese comunicado el desliz o después de haberlo hecho hubiese entrado en un mínimo de mali­cia, cosa que le faltaba el más mínimo del mínimo mismo.
            Cada vez iban aumentando la cantidad. La colocaban enrolla­da en un paquete de manera que fuera fácil de acomodar en cualquier bolsillo de los pantalones sin mayores dificultades.
            Y era lógico que Juan José tuviera que ir al servicio sanita­rio después de dos horas de visita y de tomar cualquier líquido en la conversación. Así cada tres días durante las tres semanas que estuvo entre ellos.
            Los «fulanos» para sondear al implicado le conversaban en sentido general de economía como en concreto de la situación de su país. Juan José daba sus opiniones sobre la carestía de la vida y otras muchas generalidades de su tierra. Estos elementos daban pie para que sospecharan con más ahínco sobre él. Y pensaban: éste está pensando que haya una buena cantidad para embolsillárzela. De eso no hay duda. Y la aumentaban cada vez más.
            Había transcurrido tres semanas. No había pasado nada de lamentar. Juan José tenía que ir a visitar a otros amigos, por unos tres días más. Había partido como tenía en el programa. Todo fue despedi­das y puestas a la orden para cuando regresara. Y aquí fue donde estuvo el error de su ingenuidad. Ya que a la vuelta aceptó la invitación de los «fulanos» de hospedarse con ellos durante la noche anterior de su viaje de regreso a Caracas. Y aquí estuvo el ejecútese del plan de los «fulanos».
            De hecho Juan José se había levantado varias veces durante la noche al baño. En una de esas abrió el armario de vidrio para buscar alguna aspirina o algo que le sirviera para el leve dolor de cabeza, cosa que casi nunca sucedía en él, pero ese día había sido la excepción. Al abrir pudo notar un paquetico. Lo tomó y lo revisó. Se trataba de un envoltorio de 5. 000 monedas. No pudo disimular su turbamiento por tanto dinero junto y lo devolvió al sitio de donde lo había tomado. Y continuó en sus faenas sanita­rias y de salud.
            Después se volvió a su habitación para pasar el resto de la noche sin poder conciliar el sueño. En parte, el saber que tenía que viajar y volver a su realidad concreta de todos los días le creaba cierta tensión. Ya las vacaciones habían llegado irreme­diablemente a su final.
            Al día siguiente se le notaban ojeras por el trasnocho y se mostraba un poco distraído. El vuelo estaba programado para las cuatro de la tarde, así, que tenía todavía un poco de tiempo para derrocharlo en cualquiera de las muchas calles de la ciudad, mirando las vidrieras de las tiendas lujosas.
            Se despidió de los «fulanos». Dejó saludos a sus antiguos anfitriones y partió con destino al aeropuerto con el paseo intermedio por una de las muchas calles de una de las muchas ciudades de uno de los muchos países del mundo. Ya todo estaba consumado. De hecho el dinero había desaparecido del armario del baño y las pruebas eran más que suficientes. Sólo faltaba enfrentarlo y ponerlo al descubierto.



- II -


            Juan José mientras tanto aprovechaba su tiempo girando sin rumbo por las calles de la ciudad. Con su pequeña maleta sobre la espalda hacía bien su papel de turista contem­plando las realizacio­nes monumentales del ingenio del hombre. Cruzando aquí, deteniéndose más adelante, tropezando con una masa de gente en el sentido contrario iba pasando el tiempo nuestro personaje, esperando que fuera la una de la tarde, hora en que tenía dispuesto dirigirse al aeropuerto.
            Eran ya las doce del mediodía. Y como tenía hambre decidió entrar en un restaurante. Sin saber los nombres señaló los servicios que él veía más apetitosos. Le trajeron según el pedido. Y no había nada que no estuviera picante. No pudo comerse todo lo que había pedido a pesar de que hubiese querido por el hambre que tenía pero no pudo por lo picante que estaba.
            Después se dirigió a tomar el autobús expreso que llevaba al Aeropuerto. Según sus cálculos había programado estar en él una hora antes del vuelo. Pero el tráfico a esa hora estaba espantoso y no pudo llegar sino faltando diez minutos para las cuatro. En las oficinas de la agencia de viaje le llamaron la atención y le reclamaron que era obligación estar con dos horas de anticipación. Se disculpó, explicó que el tráfico, que el autobús, que otras muchas excusas válidas y no. A los quince minutos exactos el avión se dirigía hacia la pista para despegar rumbo a su ciudad.



- III -

            Un dato en que vale la pena insistir en nuestro relato es que Juan José tenía siempre especie de precogniciones cada vez que le iban a suceder cosas imprevistas. Era como una especie de don con el que lo había dotado la naturaleza pero que él mismo no sabía sacar buen provecho.
            Sucedía que cada vez que se le acercaban acontecimientos fuertes negativamente en su vida solía tener sueños relativos con carros en los días inmediatamente anteriores. Algunas veces él mismo los conducía y otras era un pasajero más. Lo curioso es que cada vez soñaba con otro tripulante. Nunca con más de dos, junto con él.
            Así en los días en que estaba preparando su graduación en la profesión que se había especializado soñó que iba en un Toyota de doble tracción por un camino empedrado cuesta arriba. El carro iba forzado al utilizar la fuerza de las cuatro ruedas para poder ascender por aquel camino intransitable para otro tipo de carro. Después de llegar a una especie de emplanada Juan José que era el conductor detuvo por un momento el vehículo y poder cambiar la doble fuerza de la caja de las velocidades y colocar los cambios sencillos ya que el trayecto dejaba de ser empinado y difícil.
            Juan José trató de analizar su sueño con un poco de análi­sis y llegó a la conclusión de que realmente sus tiempos de estudian­te habían sido tiempos muy difíciles, desde todo punto de vista. Económicamente se las había visto muy mal. Casi no podía comprar los textos de estudios porque no le alcanzaba el dinero. Los pedía prestados a sus compañeros y sacaba sus propios apuntes para poder estudiar y rendir los exámenes. Lo poco que su familia le aportaba no le alcanzaba para fotocopias. El mismo trataba de no serles fatigosos y buscaba la manera de ayudarlos a pesar de sus limita­ciones.
            Intelectualmente era bien dotado, sin embargo, en algunas materias se había visto obligado a dedicarles más tiempo de lo común. No tanto por las dificultades del aprendizaje y compren­sión sino por los caprichos a veces mal sanos de muchos profeso­res que en vez de ser objetivos se limitaban a pequeñeces que distaban de la verdadera importancia y valor de la materia como tal.
            Y veía en esa revelación del sueño como una distensión del inconsciente. Lo que significaba que se hallaba realizando muchos esfuerzos físicos, psicológicos e intelectuales.
            En ese sentido Juan José pensaba que en el inconsciente se archivaban muchos temores que no se descubrían en la realidad de la vida de todos los días. Y al poder comprobar su sueño se sorprendía de las tensiones que le habían creado sus estudios y su situación. Al soñar se sentía contento pues sabía así que se estaba liberando de sus propios temores inconscientes de los cuales ni siquiera se daba cuenta conscientemente. Cada vez que soñaba sentía que un peso se le quitaba de encima. Y le gustaba soñar porque después se dedicaba a intentar analizar el conteni­do misterioso y simbólico de los mismos. En cierta manera conside­ra­ba que era como una especie de canal de liberación con el que naturaleza había dotado a los seres humanos. Disfrutaba después de soñar y se entretenía grandemente tratando de descu­brir los mensajes.
            Pensaba igualmente que en esa misma medida los sueños eran una especie de voz de Dios porque eran los mensajes del incons­ciente. De aquel mundo indescifrable e impenetrable pero sabio que elabora como en laboratorio muchas respuestas a muchos estímulos diarios como especies de refugio amparándose así frente a los temores y muchos aspectos negativos de la vida pero que se graban en lo más profundo del ser mismo. Pero como hace mal archivar aspectos negativos o deseados sin realizarse llega un momento en que se da la liberación de eso que puede hacer mal y es precisamen­te en el sueño, cuando hay una total comunicación de los mundos internos del ser. Por eso le gustaba soñar y le satisfacía descubrir aquello que le era imperceptible en la vida de todos los días. Consideraba que el sueño era como una revela­ción de la mente a la mente misma.
            Así había tenido muchos sueños antes de muchos momentos difíciles de su vida. Y se hallaba en cierta manera como predis­puesto a estar pendiente de ellos, aún cuando no los entendiera o no lograra captar sus mensajes simbólicos y no descifrables fácilmente.
            Por esos días había tenido otro sueño precisamente con un carro. Pero esta vez soñó que él viajaba con cuatro personas más. El viaja en la parte trasera en el lugar de la puerta derecha. El carro era de color rojo. Llevaba el aire acondicio­nado encendido y era muy agradable viajar en él, conversando y pasándola bien con los demás viajeros. El se entretenía con el seguro de la puerta: lo subía y lo bajaba. Mientras tanto se disponían a descender por una carretera de muchas curvas, con una muy peligrosa, y estrecha. La carretera se veía peligrosa. Juan José había sentido miedo y se había querido desmontar del carro pero cuando lo intentó el seguro del carro se le trabó y no pudo.
            Juan José recordaba vagamente este último sueño. Intentó varias veces encontrarle su lógica pero no se la encontró. En todo caso le impresionó la modalidad de su sueño... La vida continuaba en todo caso...



- IV -


            El vuelo del regreso había sido sin ningún tipo de contra­tiempos. En otras palabras, perfecto.
            Ya a las nueve de la noche Juan José se estaba encaminando hacia el hotel donde se había quedado hacía exactamente un mes.  
            Al día siguiente se levantó bastante temprano para poder tomar el avión e irse a la ciudad donde vivía y trabajaba, que era una de las muchas que tenía el país, y que en nuestro relato no es lo más importante, sino las actitudes internas experimentadas por nuestro personaje que es lo que constituye el centro de nuestra atención. Ni siquiera la histo­ria como tal, que de hecho es ficticia, sino lo que se quiere descubrir en el hombre mismo pues en casi todos los datos dados hasta ahora se encuentran elementos de psicología sin negar tampoco mucho de filosofía si se ha seguido con atención el transfondo del relato que no es más que un simple pretexto de escritor. Si se olvida esa relación y esa dependencia en el estilo o en el subterfugio dejarían de tener sentido tantas grandes obras maestras de la literatura universal, mas no por eso se está diciendo que ésta sea una de ellas, aunque no se niega que no deja de existir cierto deseo o anhelo de que llegara a serlo, como es natural cuando se realizan estas labores. ¿O alguien va a decir que fue real lo de las andanzas, por de más de divertidas y descabelladas, de un Quijote de la Mancha sino en la imaginación de la vivacidad de un Cervantes? ¿O alguien va a dar la vida en defensa como reales de los supuestos mundos por de más fantasmagóricos de un Dante de su Divina Comedia? ¿O alguien va a defender a capa y espada de que Dios realizara la creación del mundo tal como aparece en el estilo antropomórfico de hablar del libro del Génesis? Y asimis­mo un sin fin, si no de todos, de las grandes obras escritas. Aunque, cada obra es ficticia y real al mismo tiempo. Ya, que, si existe la idea, es real. Pero, lo que no concuerdan son las proezas de los personajes, que es donde intervie­ne la acción y la destre­za de cada autor, al hacer como si fuese real o de carne y de hueso lo que bulle en su imaginación, donde sí es real, porque existe. Por eso se escribe.
            En los días posteriores todo era más de lo mismo en la vida de Juan José, como de costumbre de una vida cualquiera, pues para eso se toman algunos días de descanso o de vacaciones para hacer que los del trabajo y de la rutina cobren mayor significa­do y fuerza; y, sobre todo sentido. Así hayan sido esos días de sosiego en cualquier parte de los muchos que tiene la tierra siempre cuando se trate de cambiar la rutina. Es indiferente el lugar, lo que vale es la intensidad con la que se pueda vivir el descanso que es precisamente lo que produce la paz, que aunque tampoco es indispen­sable salir si se está en clave de vehemencia interior.
            Juan José retornaba, pues, a su lugar y a su espacio vital de todos los días. Nada nuevo y nada viejo, al mismo tiempo. Lo de siempre era lo de siempre y lo de nunca conservaba sus caracterís­ticas. Las mismas faenas cobraban vigor como se hacían rutinarias: lo de nunca y lo de siempre. Eran como lo de nunca, cuando tenían un nuevo sentido. Y como lo de siempre cuando por la familiaridad perdían el valor aparente. La ambigüedad de las cosas, simplemente.
            En esa misma línea existencial y antropológica se situaba la vida de Juan José que no era ni una de ángeles ni tampoco una de diablos, sino la de una vida intermedia, como suele ser, y por eso interesante, la de uno más de cualquiera de los muchos habitantes que posee el planeta tierra. Era de ángeles en cuanto propósitos y buenas intenciones. Mas, de diablos en el comporta­miento diario, aunque se exagera al decir lo segundo, pues es absurdo hacer una diferencia radical y drástica al respecto. Mas bien su vida era la de una persona humana: con bondades, belle­zas, grandezas, esperan­zas y muchos otros elementos ónticos positivos que lo hacían existir, pues si era e igualmente todas las personas son, era precisamente por su inmensidad de bondades y no por lo contrario. Sin negar que no por ello dejaran de existir algunas otras cosas­... mas no lo suficiente para sostener tampoco que era, o que somos, malos, cosa que realmente es imposible. Sin embargo, no deja de haber quien se empeñe en demostrar y comprobar que no somos mas que ruindades.
            Juan José era uno de ellos, precisamente, por ser una persona humana. Ni más ni menos. Más menos para un pesimista, más para un optimista y un como cualquiera otro para una persona en su pleno juicio y cordura mental, emocional y afecti­va. Uno, simplemente. Ni grande ni pequeño; ni héroe ni ruin; ni santo ni lo opuesto; ni egoísta ni altruista; ni capaz ni inepto; ni diligente ni holgazán; sino lo uno y lo otro junto, aunque a veces como que más de lo uno que de lo otro. Es decir, un ser humano, ni más, ni menos. Al fin y al cabo, la ambigüedad, que es el tema central de este relato novelado, psicológico y filosófico, aunque no se vea así. Por lo menos, esa fue la motivación. Es preciso anotar, al respecto, como señala Francesco Rossi de Gasperis, lo siguiente: “convendría que nos opusiéramos a ese gusto por la paradoja y por la dialéctica que nos hace ver oposiciones y contrastes entre las cosas, aun cuando no existan: si uno es activo, no puede ser contemplativo; si uno esta “encarnando”, no puede ser “espiritual”... Estas oposiciones vienen sugeridas en parte por las tendencias platonizantes: el gusto por las antinomias, los dualismos y lo problemático”. Es decir, estamos acostumbrados o que se es una cosa y no la otra, o viceversa. No uno y otro. Y es esta la idea que se quiere resaltar en este libro: una y la otra al mismo tiempo, aunque parezca extraño. Allí está la riqueza. Y así era Juan José: una y otra cosa al mismo tiempo. Pero, no una sí, y la otra no. Las dos juntas simultáneamente. Además, como afirmara y sostuviera Tony di Mello, que “la verdad está en la coincidencia de las cosas opuestas”. “Una persona no es buena o mala, sino plenamente egoísta, ambiciosa, malvada, estúpida, inocente e intachable”, según los aportes del mismo Di Mello. Puede resultar extraño. Pero es lo que se está proponiendo y resaltando en la personalidad de Juan José.
            Sin embargo, es importante hacer la diferencia entre la ambigüedad y la indecisión. Son dos realidades y posiciones existenciales muy diversas, una de la otra. La indecisión hace que la persona esté y sea insegura. No sabe qué hacer. Porque no sabe qué es lo que quiere. Mientras que la ambigüedad es la actitud interior de apertura. No opina para no emitir juicio. Y ya eso es una posición. Porque piensa y siente, dialécticamente hablando, que un juicio es cerrar todo cambio de opinión. Y por experiencia se sabe que muchas veces se equivoca, hasta en las propias opiniones. Por eso prefiere no opinar y no hacerse ningún juicio interiormente. Se trata de una actitud existencial. De morir y vivir al mismo tiempo. Porque al no opinar, se muere. Y esa muerte es ya un vivir interiormente. Y es preferible esta actitud que la de morir al pretender vivir en un juicio emitido. Es admitir que el cambio es la constante de la vida. Cambio de percepciones. Es no asirse a nada, como ya lo dijera Krishnamurti y muchos otros autores, que siguen esa línea de pensamiento. O como sostienen los psicólogos John Mayer y Peter Salavey, al formular la teoría de la inteligencia emocional, que la conciencia de uno mismo, puede ser una atención a estados más intensos que no provoque reacción ni juicio.
            Pero ambigüedad es distinto de ser güabinoso. La ambigüedad es apertura. Ser güabinoso es, en cierta manera, ser diplomático. Es no querer comprometerse para sacar partido de las circunstancias. Según como vayan las cosas se toma posición. Mientras que la ambigüedad es descubrir la riqueza de cada cosa, en su momento y espacio concretos. La ambigüedad es una posición interior de riqueza. Güabinoso es estar en constante pesca de oportunidades para provecho.
            Y Juan José buscaba aplicar la ambigüedad. Mas no era güabinoso ni indeciso. Sabía lo que quería. Así, viajaba. Así, decidía por sí mismo. Sus decisiones no las determinaba nadie. Las tomaba él mismo y por él mismo.
            Y este es el peligro que corre el juicio a este libro. Se quiere resaltar la ambigüedad como actitud existencial: todo en constante y eterna apertura. Ciertamente, que produce cansancio. Pero se trata de una fuerza dialéctica que enriquece y que fuerza a abrirse siempre y siempre. Es una riqueza. No una pobreza como podría ser la indecisión. O un oportunismo como podría ser el optar por ser güabinoso. No se trata de proponer ninguna de estas dos maneras, sino de la vivencia interior y profunda de la ambigüedad. Es decir, en eterna apertura, en la que no aparezca bajo ningún pretexto el juicio o todo lo que se parezca, sobre todo, si es juicio moral. Porque se trata de una profunda apertura interior para la que todo es nuevo y en la que lo viejo encuentra la novedad de la sorpresa. Pues no es más que constante descubrimiento y eterno. En otras palabras es la capacidad, como señalan algunos autores versados en esta materia, de no perder la capacidad de asombro, que no  es otra cosa que la capacidad de percibir cada cosa como nueva e incluso de captar cada vez como nueva una misma situación. Es el tiempo interior, que hace la vida misma se torne en una eterna poesía. En un eterno descubrir. Aún sobre lo ya descubierto a nivel personal. Un eterno re-descubrir. Una total y absoluta riqueza.



V


            Transcurrían los días en ese mundo maravilloso del misterio ­de la ambigüedad en la vida de Juan José como en la de cualquier otro.
            Un día de tantos de los muchos de la vida, después del viaje, llegó el señor del correo a la casa de Juan José. Había corres­pondencia para él.
            Juan José leyó el remitente, era de los «fulanos». Y se sorpren­dió en parte porque con ellos nunca había existido tradición de correspondencia escrita. Pensó, sin embargo, que se trataba de establecer contactos. Además ellos se habían mostrado muy deferen­tes con él la última vez y consideraba que ellos estaban realmente interesados en la relación.
            Destapó el sobre con estampillas y sellos certificados y empezó a leer su contenido. Al principio como con indiferencia. Lo primero que leyó fue un insulto. Nada de salu­dos, ni cómo estás, cómo te fue en el viaje, ni cómo te está yendo en los actuales momentos, sino un simple e ignominioso insulto. No entendió, ni siquiera recapacitó inmediatamente. A medida que iba leyendo se iba interesando en su contenido. No cabía dudas de que se encontraban muy disgustados y lo expresa­ban muy bien en el estilo sin reparar en las ofensas.
            Juan José no entendía realmente lo que le estaban diciendo. Lo que sí le era claro era el título de ladrón que le daban. No le quedaba ninguna duda. Pero por más que trataba de poner orden a sus ideas no lograba una que le diera a suponer que se trataba del paquetico de las 5. 000 monedas del baño. A pesar de que ellos le decían con ironía que esperaban que estuviera disfru­tando del dinero y que le hiciera provecho.
            Su cabeza no daba con la causa. Por una parte, él no tenía conciencia de ningún robo o por lo menos perpetrado o tramado por él mismo. Pensando sobre esa posibilidad de robo, se imaginaba de qué clase de robo y de qué dinero se podría tratar. Como en una película trató de recapitular todos sus movimientos en la casa de los «fulanos» la noche que se hospedó allí. -- Me levanté varias veces al baño; no podía dor­mir... pero en la habitación no había ningún dinero, por lo menos que yo hubiera visto... dinero... dinero... Oh, sí, creo haber visto un dinero en un paquete... pero no fue en la habita­ción... fue en la sala... no... no... fue en la película de la televisión que estaban dando esa noche... Bien, entonces, pero si como que recuerdo haber visto un dinero... Total, dinero o no, yo no tomé nada, que es lo importante... ¿Tomar?... Pero tengo una vaga idea de que yo tuve en mis manos ese dinero que vi... lo que significa que si yo tuve el dinero en las manos, no fue entonces en la película de la televisión...
            Y en estos pensamientos se distrajo bastante tiempo esa tarde Juan José. Pero por más que intentaba dar con ideas claras; no lograba, ni ideas, ni tranquilidad, ya que sabía que él no había robado nada. Pero recordaba, al mismo tiempo, haber visto un dinero, sobre el que posiblemente lo acusaban. Si hubiese tenido que dar algunas declaraciones para defenderse, se hubiese hundido más, pues hubiese confesado el no haber robado nada, pero el tener un vago recuerdo de haber visto y tenido una cantidad considerable de dinero en sus manos esa misma noche. Pero, que no sabía con precisión, si se trataba de una realidad, o de una pura imaginación. Posiblemente, le hubiesen indagado para que diera más detalles y él hubiese alegado que no recordaba bien porque en esa noche tenía un leve dolor de cabeza, y no sabe si fue real lo del dinero o fue fruto de su mismo dolor de cabeza que lo incomodaba. ¿Te duele a menudo la cabeza? -- Nunca -- hubiese sido la respuesta. -- Si nunca te duele la cabeza, ¿cómo se explica que ese día te dolía?. -- Ni yo lo sé, tampoco, pero me dolía igualmente... no mucho... pero me dolía --. Y las preguntas hubiesen atascado más y más a nuestro personaje quien a su vez hubiese caído más y más en una red sin ninguna posibili­dad de salida.
           



- VI -

           
            Enterarse de los pormenores del incidente y sobre todo de que le estaban haciendo una mala jugada premedi­tadamente le provocó crisis inmediatamente a Juan José.
            -- ¡Ahora si entiendo todas las atenciones! -- se decía en sus malos momentos. -- ¿Por qué no me di cuenta? ... No es posible que yo haya estado en un mundo de desconfianza y no me haya percatado de nada, ni siquiera que haya tenido un mínimo de malicia... Ahora si entiendo la causa por la que inventaban cualquier motivo para que fuéramos a su casa... Y se dejaba invadir repentinamente de una racha de odio hacia los «fulanos» por su mala jugada. Pero inmediatamente se recriminaba y se decía que no era bien que se dejara llenar de sensaciones negativas hacia las demás personas, aún cuando tuviera fundamentos para hacerlo. Y se batía fuertemente en la doble pelea de no querer llenarse de odio y de sentirlo al mismo tiempo. De no saber si sentir más lástima por los «fulanos» ,quienes habían planificado pérfidamente un plan , o si por él mismo por su falta de astucia.
            -- Odiar no puedo -- se decía -- no me conviene porque me lleno de mi propio mal y me enfermo mentalmente. Si odio, me lleno de mi propio odio, y todo me saldrá torcido. Pues, mis acciones, serán mi propio fruto. No me conviene, realmente.
            Y volvía a entrar en el juego de la ambigüedad de las cosas y de los sentimientos que le producían esas mismas cosas. No podía, sin embargo, evitar el sentir ira. Y no quería sentirla, al mismo tiempo. No tanto, porque les deseaba toda clase de bienes a los «fulanos», sino, porque en el fondo, se deseaba toda clase de bienes para sí mismo. Es decir, si hubiese deseado el mal, él mismo hubiese sido el primer afectado del mal que deseaba, pues todo es como el bumerang: así como va, viene. Juan José era consciente de eso. Por eso mismo él les deseaba todo tipo de favores y bondades a sus amigos los «fulanos». Ni siquiera, se atrevía a pensarlos como enemi­gos. Era verdad, porque los quería bien. Pero, realmente, porque personalmente, él se quería más. Sabía que la mente es el gran arma que todas las personas poseen pero que tiene un doble filo: sirve para cortar pero se corta la persona cuando lo utiliza para daño. Lo mejor era usarla buena­mente y sin malas intenciones.
            En cierta manera, Juan José, sabía los beneficios del bien y del mal por parte del sujeto. Por eso se dejaba cautivar una vez más en el juego de la ambigüedad de la vida. Aunque, sin negar que no por eso, no tenía sus momentos duros de energía negativa. La solución la encontró, sin embargo, en la repetición mental de la frase: Dios, bendícelos... Dios, bendícelos... Y así como se sentía muy mal cuando pensaba en lo que había sucedido y todo lo que deseaba decirles a sus amigos; igualmente, se sentía más tranquilo y sereno, después de la repetición mental de la misma frase positi­va. Eso mismo que deseaba y pedía por ellos lo iba invadiendo lentamente: al fin y al cabo se trataba una vez del misterio de la ambigüedad, que es, sin duda, la mejor experien­cia existencial de la vida sobre la tierra, pues produce un morir y un vivir al mismo tiempo. Era capaz de ese experimentar y vivir a pesar de todo el proceso de un juego dialéctico interior, que es y no es, que dice una cosa, pero no se cierra, sino que también es posible lo contrario. Ambigüedad. Una actitud existencial.







- VIII -


            Fueron unos días terribles los vividos por Juan José en ese tiempo. No le fue muy fácil del todo. No era que deseaba o pensaba positivamente y en seguida se llenaba de eso mismo que deseaba. Muchas veces era más lo negativo que rondaba y habitaba en su cabeza y en su corazón que lo bueno, pero igualmente repetía la frase, no encontrándole sentido algunas y otras dejándole una sensación de sentirse escuchado por lo indescrip­ti­ble de la existencia en lo más profundo de su ser, que no sabía explicarse.
            Las actividades de todos los días le iban consumiendo energías y tiempo y con ello se iba desarrollando su existencia. Lo mismo.
            Un buen día como de uno de tantos de los de cualquier semana tuvo que realizar otro viaje fuera de la ciudad donde vivía y trabajaba. Se trataba esta vez de asuntos de su oficio. Se dispuso a hacer su valija de viaje y fue por su maleta, la misma con la que viajaba siempre. La abrió para meter su indumentaria y cuando abrió el diminuto compartimiento anexo en la parte externa de la misma notó un abultamiento que antes no había percatado. Metió la mano derecha forzando un poco por lo estrecho del compartimiento y sacó un paquetico. Le pareció extraño pues no tenía conciencia de aquello en su maleta. Comenzó a destaparlo con curiosidad para verificar su contenido con la mayor naturalidad y casi se desmaya al comprobar que se trataba de 5.000 monedas.
            -- ¡No puede ser! -- y sin perder demasiado tiempo comenzó a contar... Exactamente 5. 000 monedas...
            -- ¡No puede ser!...
            -- ¡No puede ser!...
            -- No... No... ¡No puede ser!...